4. El trullo

Cuando estás en el trullo te replanteas muchas cosas de tu vida. Lo primero que decidí fue que tenía que dejar de entrar en los bares…, al menos solo. Nunca se sabe cuándo puede surgir una urgencia que te haga salir corriendo precipitadamente del local.

Pude experimentar en mis propias carnes que en la cárcel las primeras decisiones que tomas son cruciales, empezando por la llamada. Alguien con un poco de «experiencia» habría llamado a su abogado. Yo, con los nervios a flor de piel y los sentidos embotados, hice lo que cualquier persona normal habría hecho: llamar a mi madre.

Al otro lado del hilo telefónico, la voz de mi madre sonaba fría, distante, pero yo estaba tan nervioso que apenas oía lo que ella decía. Casi no la dejé hablar: en cuanto descolgó y oí su voz comencé a contarle dónde estaba y cómo había llegado a esa situación; no quería que se pusiese nerviosa o se preocupara, así que le repetía constantemente que estaba bien, que aquello no era más que un mal entendido y que se arreglaría rápidamente. Si hubiera prestado atención a lo que ella me decía, tal vez todo hubiera sido más rápido; o, al menos, podría haberme dado cuenta de que mis padres no estaban en casa y estaba hablando con el contestador.

Pasé la peor noche de toda mi vida. Allí, sobre mi camastro, acurrucado y totalmente a oscuras, podía oir las tuberías rechinando sobre mi cabeza, pasos que se acercaban sigilosamente hasta mi celda, ratas y otros bichos asquerosos que se arrastraban hasta mí y olisqueaban mis ropas. Podía escuchar las obscenidades que los presos de las celdas vecinas me susurraban, el goteo incesante de algún desagüe que me taladraba el cerebro, los pasos del vigilante nocturno haciendo su ronda, amenazando a los presos y haciendo sonar su porra contra los barrotes… A lo lejos, en alguna sala escondida o algún subterráneo, me parecía poder escuchar el zumbido característico de la electricidad cuando alguien está haciendo pruebas con la silla eléctrica… Fue horrible.

Cuando abrí los ojos supe que todo había acabado, que aquella noche iba a dejarme un recuerdo indeleble que me perseguiría durante toda la vida. Pude ver, con absoluta certeza, que había estado durmiendo en la estación de autobuses a la que me trajo la patrulla de policías que me había arrestado sólo un par de horas después de aclarar todo aquel embrollo con mi agencia de viajes.

Entonces tomé la segunda decisión importante para mi vida: dejaría de ver películas de cárceles, al menos esas en las que el protagonista es condenado a morir en la silla eléctrica…

Scroll al inicio