Jirones
Tiempo de lectura:4 min., 20 seg.
– ¿Está usted segura de que se ahogó solo?
– Completamente segura, señor agente.
– ¿No vio entrar o salir a nadie de aquella oficina?
– No. Su secretaría había salido a hacer algunas gestiones al banco, y por las mañanas no hay más gente en aquel lugar salvo el cartero, que ya había pasado…
Estaba siendo interrogada con un potente foco delante suya, como para intimidar, pero se mostraba tranquila.
El agente que la interrogaba llevaba horas haciendo preguntas. Ella parecía haber sido el único testigo de aquello, pero apenas aportaba datos.
La pelusa se mantenía sobre el montón de libros que habían puesto encima de la silla para que el policía no tuviese que interrogarla tirado en el suelo.
No parecía distinta de las demás; era una pelusa como todas, de las que aparecen debajo de todas las camas del mundo. Estaba relajada. Sólo se ponía algo nerviosa cuando abrían la puerta de la habitación y notaba la corriente de aire. Entonces trataba de hacer presión sobre el libro en el que estaba apoyada, pero casi siempre acababa flotando hasta el suelo. Entonces el policía la recogía y la volvía a depositar sobre el montón de libros, delante del foco. Y seguía haciéndole preguntas.
– ¿Hacía mucho tiempo que le conocía?
– Sí, señor agente. Algo más de un año.
– ¿Y nunca habló con él?
– Él me esquivaba. Tenía cosas en qué pensar. Esa rubia de la oficina…
Lo decía con un tono de odio que se podía notar a la legua.
– ¿No sabe de alguien que pudiese querer matarlo; algún enemigo; alguien a quien le debiera dinero o algún… favor?
– No creo que tuviese enemigos.
La pelusa estaba como distante mientras respondía. Recordaba cómo le había conocido, mientras se arrastraba por debajo de las mesas de su oficina. Le encantaba rozar sus tobillos y apartarse rápidamente. A veces buscaba las corrientes de aire para poder posarse durante un instante sobre su mesa, pero él siempre acababa apartándola, y ella volvía debajo de la mesa, con la esperanza de que algún día se fijaría en su pequeño cuerpecito suave. Pero no. Nunca se fijó en ella a pesar de todo. A pesar del cuidado que tenía para no caer nunca en su vaso de agua, o en su comida, o ensuciar su mesa con el polvo que llevaba. Siempre la trató con desprecio.
– Está bien. Puede irse. No se marche de la ciudad. Tal vez necesitemos llamarla de nuevo para declarar ante el juez.
– Gracias señor agente.
Y se marchó. Nunca más volvería a aquella oficina, porque él ya no estaba. Se arrastraría o flotaría hacia algún otro sitio. Donde el aire la llevase.
Sabía que nada volvería a ser como antes. Las demás pelusas no la volverían a mirar como antes ni querrían juntarse con ella durante semanas debajo de algún sofá o algún mueble bar…
…pero se repetía una y otra vez que no pudo soportarlo más. Que nunca la habían maltratado tanto como él lo había hecho. Ella sólo quería un poco de atención, unas palabras, una mirada, pero nunca tuvo nada de eso. Y sabía de sobra que era alérgico al polvo, así que aquella mañana, cuando lo vio bostezar, flotó hasta su garganta y se alojó allí, haciendo fuerza con su pequeño y suave cuerpecito en las paredes de su laringe para no salir despedida en uno de sus accesos de tos.
Fueron cinco o seis minutos de lucha contra su tos, su saliva y sus esfuerzos por desembarazarse de aquello que le impedía respirar taponándole la garganta. Después se desplomó, asfixiado. Entonces salió de su garganta dejándose llevar por la saliva que resbalaba sobre su rostro hasta el suelo. Se arrastró hasta un rincón y esperó a secarse. Entonces llegó la policía y la vieron allí. Pero nunca podrían sospechar de una pequeña pelusa. Nunca.
Y él había aprendido la lección: con el polvo no se juega.

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