Aquella rubia de ojos enormes y brillantes se puso en pie dando por acabada la reunión. Nadie dijo nada más; acataron la decisión, esperaron que ella se separara de la mesa de la sala de juntas para dirigirse a la puerta, se levantaron y se marcharon después de que ella hubiese salido mientras se ponía su chaqueta.
Sabía que ya no tenía mucho tiempo y no quería llegar tarde.
Lucía dirigía una gran empresa con manos suaves pero firmes. A sus escasos cuarenta y tantos años había llegado a la cima y todo le iba bien. Había sacado a sus padres de aquel piso diminuto en el que había crecido, y a su hermano de todos los problemas en los que había caído. Todos y cada uno. Era una mujer poderosa, pero no alardeaba de ello, ni le hacía falta.
Siempre había sido segura, decidida, constante…, pero también era divertida, cariñosa, inteligente. Tal vez por eso seguía soltera. Imponía respeto a los hombres y ninguno había sido capaz de captar su atención lo suficiente como para asentarse. Tampoco su padrino habría consentido que eligiera a cualquiera. Y ella aceptaba todos sus consejos, desde que era adolescente.
Salió del edificio. La tarde era luminosa, pero empezaba a difuminarse poco a poco la luz del sol. Era invierno y aún era temprano a pesar de todo. Hacía frío. Subió al coche, dejó el portafolios en el asiento del copiloto y encendió el reproductor de música. Antes de comenzar la marcha buscó una canción concreta en las carpetas del dispositivo y la reprodujo.

«Ella era una bruja fatal.
Su hermosura y su soledad.
Caminaba en la niebla sin ver
que un ogro muy triste la seguía…»
Comenzó a tararearla mientras ponía primera y arrancaba. Era su canción. La canción que su padrino le cantaba para dormirla cuando era pequeña, y que habían cantado siempre juntos cuando ella fue capaz de aprendérsela, con algo más de dos años.
No tenía recuerdos de sus primeros meses de vida, cuando tenía sueño y le echaba los brazos al padrino para que la cogiera, la sacara al patio y le cantara la canción al oído mientras ella se dejaba arrebatar por el sueño, plácida, tranquila, sintiéndose a salvo de todo. Pero sí recordaba que, cuando aprendió a cantarla, la hacía sentir feliz y en paz.
«Este amigo tarareaba una canción,
y la bruja ocultaba su emoción:
¨En los cuentos de hadas
las brujas son malas,
y en los cuentos de brujas
las hadas son feas…»
Así decía la canción que el ogro cantaba»
Quería a su padrino como su segundo padre, su mejor amigo, su mayor confidente, su aliado más fiel… Siempre la había apoyado en todo, a pesar de no haber estado de acuerdo con ella en algunos momentos, pero sabía que podía contar con él desde el principio. Por supuesto, le encantaba decirle «te lo dije» cuando ella se daba cuenta de que se había equivocado y corría a contarle el error. Pero acto seguido le gastaba alguna broma, la invitaba a un helado, y se le disipaban todas y cada una de las nubes que hubiesen podio empañar su cielo.
El coche se deslizaba por las calles cada vez más transitadas, las farolas encendidas ya, con las sombras engulléndolo lentamente, cayendo por todos y cada uno de los rincones de la ciudad. Iba conduciendo de manera automática, como en segundo plano, mientras repasaba momentos vividos con su padrino; las risas, las lágrimas, los consejos, las semanas encerrada preparando los exámenes de fin de carrera y las visitas inesperadas del padrino, que venía siempre disfrazado de algo y con helado.
«En el bosque, un día de sol,
se encontraron frente a frente los dos.
Le clavó su mirada la bruja malvada
para ver si podía con su magia ahuyentarlo,
pero el ogro, sonriendo y cantando, el hechizo rompió…»
Jamás lo había visto enfadado. Siempre tenía una sonrisa para ella, una mirada alentadora, un abrazo, un beso, una caricia. Era su refugio contra las tormentas y su verbena para los días alegres. Y ahora su luz se estaba apagando poco a poco. Los médicos les habían avisado: «horas», dijeron. Y no podría perdonarse no haberle dado un último beso, una última caricia, una última canción…
Llegó al hospital y aparcó, pero esperó a que terminase la canción antes de sacar la llave del contacto.
«La tomó de la mano, las lechuzas callaron,
se miraron un rato largo…
Y la bruja y el ogro se amaron
bajo el sol…»
Respiró profundamente, miró la puerta iluminada del hospital, aquel edificio frío y silencioso que se levantaba en medio del barullo de la ciudad, como si no le importase lo de fuera. Como una fortaleza en medio de una planicie.
«En los cuentos de hadas
las brujas son malas,
y en los cuentos de brujas
las hadas son feas…
Así decía la canción
que el ogro cantaba…»
Cuando acabó la canción, apagó el reproductor, esperó unos segundos en silencio, inspiró profundamente, cogió el portafolio, y apagó el motor del coche. Salió.
Al entrar en el hospital se dirigió a las escaleras para llegar a las habitaciones, pero antes se desvió hasta la pequeña tienda de la entrada. Miró un poco por encima todo lo que había y decidió, sonriendo: «¿Me da ese globo, por favor?» Pagó y salió de allí con un globo del ogro Shreck flotando de su mano.
Los pasillos estaban muy iluminados, pero a ella le parecieron mortecinos. Había médicos y enfermeras entrando y saliendo de las habitaciones. Familiares esperando en las puertas, o charlando. Caras tristes, cansadas, tensas por todas partes. Ella se cruzaba con todos sin apenas mirarles. No le gustaba aquel sitio.
«Buenas tardes», saludaba a los doctores a los que identificaba cuando pasaba a su lado mientras ellos seguían su ronda. «Buenas tardes», respondían, reconociéndola.
Al llegar a la habitación su tía estaba fuera. Sonreía, pero se reflejaba una tristeza profunda y serena en sus ojos. Miró el globo. La besó y entró.
La habitación estaba iluminada de forma tenue, en silencio. El padrino, en la cama, miraba a un lado y a otro. Cuando la vio entrar, sonrió, y sus ojos se llenaron de brillo. Esbozó una sonrisa y levantó las manos lentamente indicándole que se acercara…
Ella miró rápidamente a todos, saludó a sus padres y, mientras se acercaba a la cama comentó en voz alta: «Esto parece un velatorio. ¿Quién se ha muerto?». El tiempo se detuvo y el silencio se contrajo, solidificándose. «¿Veis? Es lo que yo les llevo diciendo todo el rato. Menos mal que aún queda alguien con sentido común en la familia», respondió el padrino con un hilo de voz.
Aquel anciano postrado en la cama se mostraba tranquilo, sosegado, incluso feliz. Ahora ya estaba allí su sobrina, su ahijada, y los tenía a todos cerca. Miró el globo y volvió a sonreír: «Me has traído un ogro. ¿Me quieres decir algo?», le preguntó socarrón a Lucía, que intentaba mantener su luz interior encendida. «Ya sabes que sí, padrino», respondió sonriendo. «No le va a gustar a “la sargento”, que lo sepas. Anda, átamelo aquí en el cabecero de la cama, para que lo vea en cuanto entre». Ella se acercó a la cama, le agarró de la mano, acariciándolo, le besó el rostro y ató el globo que empezó a bailotear mientras se elevaba hasta tensar la cuerda. «En cuanto “la sargento” te traiga la cena y lo vea te va a reñir». «No creo que llegue a traerme la cena». «Padrino, por favor». Se puso seria intentando aparentar un enfado ficticio, pero sus ojos, reflejados en los de él, ya habían hablado sin que ninguno de los demás se percatase.
«En fin, tendréis que ir a cenar y esas cosas que hacéis los sanos, ¿no? Y sed buenos.» Siempre se despedía así cuando se marchaba de los sitios. «Oye, rubia» le dijo a Lucía, «no le vayas a contar a nadie nuestro secreto, ¿eh?» Lucía miró a todos y se acercó al oído de su padrino: «Tenías que hacerlo, ¿verdad? Eres un caso», le susurró antes de besarle la frente. Él dejó escapar una risita traviesa. Siempre había esperado el momento más adecuado para usar esa broma. Y ella la conocía porque se la había contado muchas veces.
«Y ahora, ¿me cantas nuestra canción? A ver si duermo un poco», le susurró por último. Ella se acercó a su oído, aspiro suavemente el aroma de su padrino, como queriendo retener para siempre su olor, y empezó a cantarle:
«Ella era una bruja fatal,
su hermosura y su soledad…
Caminaba en la niebla sin ver…»
…una lágrima rodó por su mejilla y siguió cantando, en un susurro dulce, mientras el padrino, lentamente, se iba quedando dormido.






