Jirones
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IMAGEN: Wall art graffitti (Peter H.)


El muro seguía allí, desnudo, gris…

Estaba en medio de un gran solar, justo a la entrada de la ciudad, tal y como lo recordaba.

Tres años antes había pasado por aquel mismo lugar, pero no estaba igual. Un grafitero había pintado una imagen sobre él, algo que asemejaba un agujero en la pared y un poblado de casas bajas y desperdigadas a lo lejos, al otro lado, como en medio de alguna llanura infinita de polvo rojizo.

Nunca supo qué fue lo que le llevó a acercarse a aquel grafiti, a tratar de verlo de cerca. Tan de cerca…

Mientras su nariz se aproximaba a la pared, podía notar como si un viento caliente se escapase de la pintura. Aquello le pareció tan real que se acercó, y se acercó, cada vez más, hasta que notó un fogonazo y luego… nada.

Despertó sobre un suelo duro y rojizo, bajo el sol abrasador de un atardecer ardiente. Miró a su alrededor, pero ya no estaba el muro. Ni la ciudad detrás de él. Estaba en medio de ningún sitio, rodeado de arena y polvo. A lo lejos vio una especie de poblado que se difuminaba como un espejismo, acuoso y flotante. Entonces se dio cuenta de todo: estaba dentro del grafiti, al otro lado del muro. Pero, ¿aquello era real? Sentía el sol quemarle la cara; sus pies, enfundados en aquellos zapatos caros de piel, le ardían. Se los quitó.

Pensó que debía andar hacia el poblado, al menos hasta que decidiese si aquello era un sueño o algún tipo de realidad a la que había accedido de alguna forma.

Bajo sus pies, un polvo rojizo se elevaba a cada paso. Hacía un calor pesado y seco, de moscas zumbando en el aire. El suelo era árido y duro… No había más que un par de árboles muertos y algunos matorrales alrededor. Aquel no parecía un buen lugar para levantar un poblado.

Cuando llegó a su destino, pensó que aquellas casas no se habían puesto allí por un afán urbanizador; aquella gente vivía allí porque no tenía otro sitio donde hacerlo.

Las casas estaban repartidas sin ningún orden aparente, construidas con tablones de madera, puertas rotas, paneles de latón, cartones…, cualquier cosa que pudiese convertirse en pared o techumbre.

Por todas partes había gente en las calles, niños correteando, personas mayores sentados a las puertas de sus chabolas, jóvenes buscando alimentos en cualquier rincón: bichos, matojos, raíces… Todos le miraban conforme pasaba por delante de ellos sin ningún rumbo. Era muy extraño ver pasar por allí a alguien con un pantalón caro bien planchado, una camisa y unos zapatos que le brillaban cogidos en las manos.

– ¿Alguien aquí puede ayudarme? – preguntó en voz alta. Pero nadie contestó. Le miraban como quien ve a un aparecido.

De una de las chabolas, tras unas cortinas hechas con dos trozos de plástico desgastado, apareció una anciana que se le quedó mirando fijamente. Él la vio. Sin saber por qué, se acercó a ella.

– ¿Cómo has llegado aquí, joven? – le preguntó la mujer con una voz atiplada y rugosa.

– No lo sé. Estaba en mi ciudad y, sin saber cómo, desperté allá – respondió señalando el llano, a lo lejos, desde donde venía caminando.

– Pues si no lo sabes tú no podremos ayudarte a volver, porque supongo que querrás volver.

– Por supuesto. No sé qué hago aquí. Soy arquitecto y tengo muchos proyectos pendientes de…, pero bueno, no necesita saber nada. ¿Dónde estoy? ¿Está lejos la ciudad? ¿Pasa algún autobús o hay algún medio de transporte por aquí cerca?

– Hace años que nadie pasa por aquí. Ni siquiera nosotros sabemos dónde estamos; nadie ha sido capaz de andar tanto por la llanura como para llegar a algún otro sitio.

– ¿Y entonces cómo voy a volver?

– Tendremos que averiguar cómo llegaste. Mientras tanto, ¿tienes hambre?

Dicen que tardas once días en adquirir un hábito nuevo. A él le costó el triple hacerse a la idea de que estaría allí mucho tiempo. La primera semana le asqueaba todo lo que veía a su alrededor: gente pobre, sin casas, sin comida, sin luz ni agua corriente, sin apenas ocupaciones salvo la de sobrevivir en aquella llanura infinita con apenas matorrales y animales que comer.

La segunda semana, cuando ya su cuerpo había quemado todas las posibles reservas de grasas, azúcares y energías que tenía, comenzó a dejarse ayudar; a comer lo que comían todos, a beber el agua que algunos traían en garrafas inmensas tras unas marchas que duraban dos días hasta llegar al lugar donde corría el pequeño riachuelo del que se abastecían, lejos, junto a las montañas y las cuevas sagradas.

A partir de la tercera semana empezó a darse cuenta de que la gente allí era feliz. Los niños reían mientras jugaban descalzos y desnutridos, en las calles; todos compartían lo poco que pudiesen conseguir, y nunca había una mala cara, una mala contestación, un mal gesto…

Durante la cuarta semana decidió que llevaba suficiente tiempo allí como para tratar de poner sus conocimientos al servicio de sus vecinos, sus nuevos amigos, su nueva familia…

Empezó por la casa de la anciana que le había ayudado; ordenó todos los tablones, paneles, placas y telas con las que había construido su chabola, y las recolocó de manera que pareciesen un hogar digno, más resistente y acogedor.

…y luego hizo lo mismo con todas y cada una de las chabolas del poblado. Todos le ayudaban. Seguían sus indicaciones al unísono y trabajaban como uno solo, sin quejas, sin aspavientos, sin aparentar cansancio… Lo que ayudaba a uno, ayudaba a todos, y eso les impulsaba a ser eficientes y constantes.

Al cabo de siete meses, todas las chabolas tenían un aspecto pulcro, de cabañas dignas y ordenadas. Habían conseguido orientarlas todas de manera que tuviesen sol y sombra casi a partes iguales, y que los patios que se habían añadido a cada una, tuviesen las horas de luz y calor suficientes como para poder plantar, al menos, cereales, que era lo único que allí podía dar la tierra seca y agotada.

Decidió que el agua corriente sería lo siguiente de lo que se encargaría, así que, en uno de los viajes en los que los jóvenes partieron con los grandes bidones a por el agua de los siguientes días, los acompañó.

El trayecto era largo, tortuoso, bajo aquel sol que no parecía tener enemigo alguno y que siempre quedaba por encima de cualquier pequeña nube que tuviese la desfachatez de intentar ocultarlo mínimamente. El aire era denso, pesado, árido. Costaba respirar. Al cabo de dos días de caminata, llegaron al lugar. Allí sí que parecía haber algunos matorrales verdes y un par de árboles frondosos. A los pies de los matorrales, se oía correr un pequeño arroyo que surgía desde una de las dos montañas que crecían, solitarias, en aquel inmenso páramo. Al cabo de unos doscientos metros, el caudal se perdía bajo tierra.

– Las montañas sagradas – le indicaron cuando la vista les alcanzó a verlas.

– ¿Qué hay allí? – preguntó.

– El agua.

Se acercó a la entrada de la cueva de la que salía el arroyo mientras los jóvenes llenaban los bidones. Era una entrada pequeña, angosta, cubierta por matorrales. Los apartó y consiguió entrar dentro, arrastrándose. Dentro estaba oscuro y fresco. Se oía el gorgotear del agua, incesante, desde muy hondo. Pero no se atrevió a avanzar más porque la luz era muy escasa allí dentro y temía no ser capaz de volver a salir o caer en algún hueco que no viese.

Durante todo el camino de vuelta, con los grandes bidones repletos de agua, estuvo pensando en la forma de poder llevarla hasta el poblado, sin necesidad de aquellos largos viajes semanales. Sólo había dos posibilidades: o trasladar las casas, o tratar de canalizar el caudal hasta donde estaban.

Y se lo propuso a la anciana, que al parecer era quien decidía todo en aquel lugar. Y tras un largo debate, donde todos aportaron su punto de vista, se decidió trasladar el poblado. Decidieron hacerlo poco a poco; llevándose las casas una a una y montándolas conforme fuesen llegando. Nadie se iría antes al nuevo lugar; se irían todos juntos. Y mientras se trasladaban la mitad de las casas, los que quedaban sin ellas vivirían repartidos con el resto de los vecinos. Cuando la mitad de casas estuvieran trasladadas, todos marcharían hacia el arroyo y vivirían en las ya construidas, esperando que las suyas fuesen también levantadas. Así estarían siempre todos juntos. El arquitecto se encargaría de la distribución y la orientación, como la primera vez.

Y así lo hicieron. Poco a poco fueron trasladando puertas, placas, telas, plásticos, aprovechando los pocos árboles que encontraban por el camino para tener más madera… Y al cabo de un año y medio, todo el mundo estaba junto al arroyo, con sus casas, sus jardines y sus pequeños huertos. Habían conseguido construir una pequeña canalización que dirigía el agua hacia cada hogar, con lo que todos disponían de agua corriente, limpia y fresca, sin necesidad de enviar a nadie a un viaje de cinco días para traerla; y algunos habían conseguido encontrar semillas de frutos silvestres que, bien plantadas, conseguían dar más comida fresca y sabrosa.

Cuando ya todo estuvo asentado y finalizado, quiso adentrarse en la cueva de donde salía el arroyo. Quería comprobar cómo era aquel lugar.

Al atardecer encendió una tea y se dispuso a entrar en el hueco.

Tras apartar los matorrales de la entrada y arrastrarse a través del pequeño agujero, pudo contemplar aquello. Ante sí tenía una amplia cavidad abovedada, fresca, donde el eco del agua que surgía del suelo rebotaba suave en las paredes que ahora brillaban con la luz de la llama. Allí en el centro había un pequeño lago, de unos cuatro o cinco metros de diámetro, y de su centro emergían burbujas que indicaban que allí nacía, indefectiblemente, el arroyo. Todo lo demás era casi liso; una gran sala de piedra, con paredes pulidas por el tiempo, con estalactitas y estalagmitas por todas partes.

Cuando salió de allí, la anciana estaba esperándole.

– ¿No has visto nada que te llamara la atención?

– Es una cueva. Una amplia sala de piedra con el arroyo brotando en el centro.

– ¿Recuerdas cuando llegaste a nosotros?

– Claro.

– Sería casi la misma hora que ahora mismo.

– Es posible.

– ¿Eres capaz de recordar, aún, la silueta de tu ciudad?

– Pero, ¿a qué viene esto? Supongo que sí. Yo ayudé a levantarla. Algunos de sus edificios son diseños míos.

– Muy bien, pues entonces no deberías perder tiempo. Aquí ya nos has dado todo lo que podías darnos. Nos has dado viviendas, agua, alimento… dignidad.

– Pero… ¿qué quiere usted decir? ¿Cómo voy a volver si ni siquiera sabemos dónde estamos ni hacia dónde hay que caminar?

– Ten esto. Entra de nuevo en la cueva, y presta atención.

En su mano arrugada le tendió un trozo de carbón. Él lo cogió sin saber qué debía hacer con aquello.

– ¡Corre, ve! Se va el tiempo. Siempre tendrás un hueco en nuestros corazones. Gracias por tu sabiduría, tu generosidad y tu tiempo.

– Pero…

– ¡Ve!

Sin saber por qué, volvió a entrar en la cueva. Aún llevaba la tea en una mano y el trozo de carbón en la otra, pero no sabía qué hacer allí dentro. Se acercó al arroyo y metió la mano dentro. El agua estaba fría, límpida. Se mojó la cara. Nunca había tenido una sensación tan pura de paz y tranquilidad, de sosiego… de felicidad.

Caminó por la sala de piedra unos metros y entonces, casi sin darse cuenta, se encontró delante de una de las paredes, al fondo. Alzó la tea. Allí vio trazos oscuros, como de líneas dibujadas en la pared. Se alejó un poco para verlo todo con más perspectiva. Creyó distinguir siluetas, líneas rectas, pero no era capaz de saber qué significaban. Entonces, en su cerebro, resonó la pregunta de la anciana: «¿serías capaz de recordar la silueta de tu ciudad?». Claro que era capaz. Había estudiado aquella silueta miles de veces. No en vano, la mitad de ella era diseño suyo.

Se acercó a la pared y empezó a deslizar el carbón sobre ella, dibujando líneas que se iban convirtiendo en siluetas de edificios; los diez rascacielos que había en la ciudad de la que había desaparecido sin saber cómo. Siguió dibujando todo lo que recordaba, sin detalles; abocetando. Y recordó el muro. Y lo dibujó también, allí, delante de todos los edificios.

Cuando ya no recordaba nada más, se alejó un poco. Sí, en esas líneas que había dibujado reconocía su antigua ciudad.

Se acercó de nuevo. Una brisa cálida le rozó el rostro. Venía de aquellos trazos suyos, estaba seguro. Se acercó un poco más, con la tea encendida. Entonces, un golpe de aire la apagó y todo quedó en la más absoluta oscuridad. Dio un paso atrás, resbaló y cayó.

Palpó con los ojos cerrados al lado de su cuerpo, buscando el trozo de madera que le había servido para iluminarse. La cogió y, mientras se levantaba, abrió los ojos. Pero ya no estaba en la cueva. Un aire caliente y espeso le golpeó el rostro y le penetró los pulmones. La luz del sol, que ya se estaba poniendo, le cegó un momento.

Cuando se hubo acostumbrado a aquella luminosidad pudo comprobar que, de repente, estaba como a un par de kilómetros de la ciudad, su ciudad, la de los diez rascacielos, la que había dibujado en la pared de la cueva.

Caminó. Caminó con una extraña sensación de alegría y tristeza. Había estado tres años viviendo con casi nada, pero feliz de ayudar a aquella gente sencilla, generosa, alegre…, pobre. Y de repente volvía al lugar del que salió; aquella selva de hormigón y tráfico.

Al cabo de media hora llegó al muro. Aquel muro. Seguía allí, pero ahora no había ningún dibujo. Estaba desnudo, gris. Había albergado la esperanza, ahora que ya sabía cómo hacerlo, de volver al poblado de vez en cuando, a través de aquel grafiti, pero lo habían eliminado.

Alguien pasó por allí delante y se le quedó mirando.

– ¿Qué pasó con el grafiti que había aquí, amigo?

El desconocido, mientras seguía caminando, alejándose de aquel vagabundo, le contestó:

– El alcalde lo mandó quitar.

– ¿Por qué? ¿No era un buen grafiti?

– ¡Bah! No era un Banksy.

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