De pequeña me regalaron un reloj muy extraño: tan sólo contenía 48 minutos.
Fue durante la segunda muerte de la abuela Davinia, la vidente, como la conocían todos.
Casi todas las mujeres de la familia morían dos veces, nadie sabía por qué, pero todas lo hacían con aquel reloj puesto.
Cuando la abuela Davinia iba a morir la segunda vez mamá se le acercó, le susurró algo al oído y ella asintió. Entonces mamá desabrochó el reloj de su muñeca, le besó la frente, «tengo suficiente con una muerte; no necesito más. Gracias», dijo, y se dirigió donde yo estaba, apartada de los adultos, con mi vestido oscuro, mis calcetines cortos y mis dos trenzas, contemplando todo aquello sin apenas entender nada. «Cariño, esto es tuyo ahora. Sabrás para qué sirve cuando llegue el momento. Mientras tanto, no lo pierdas nunca. Te protegerá una sola vez en tu vida, pero será la vez más importante; la vez en la que deberás tomar una decisión crucial para ti y, probablemente, para los que te rodeen. Ya lo comprenderás. Por ahora, no lo pierdas. ¿Lo has entendido?», me susurró mientras ponía en mi muñeca derecha aquel reloj en cuya esfera sólo se contaban 48 minutos. Yo asentí porque siempre me había gustado aquella pulsera extraña de la abuela, pero no entendí nada de lo que mamá quiso decirme. Con apenas diez años sólo entiendes órdenes y frases muy concretas, pero recuerdas cosas…
Nadie había visto morir la primera vez a la abuela, pero si ella decía que había regresado ya de allí, dábamos por hecho que así era.
Fue cuando lo de Redención, aquel pueblo que desapareció pasto de las llamas con todos sus habitantes en la cama. No quedó nadie, salvo los perros, que huyeron a tiempo, y la abuela, que regresó del otro lado justo para darse cuenta de lo que estaba pasando. Pero no pudo hacer nada, por más cubos de agua que creyó echar en las fachadas de las casas.
Cuando vuelves del otro lado puedes ver cosas que nadie ve durante un periodo de tiempo indeterminado, hasta que tus ojos vuelven a acostumbrarse a esta realidad. Eso me contó la abuela. Por eso ella consiguió ver al Hombre de la Guadaña marchándose de Redención después de haber segado las almas de todos sus habitantes; y pudo ver a todos aquellos fantasmas levantándose de sus camas y salir por las puertas de sus casas, tratando de apagar un fuego que sólo veía ella, porque estaba en el plano de aquí y no en el de allí. Tampoco ella se dio cuenta de que había estado echando cubos de agua ayudada por los fantasmas de aquellos que yacían, calcinados, en sus camas. Hasta que todo hubo acabado y lo entendió. Entonces se encerró en su casa, volvió a su cama, durmió, y se marchó de allí al día siguiente, tiznada de negro, las manos machacadas y el cabello revuelto. Aún los perros vagaban aullando, lastimeros, alrededor del pueblo, sin querer acercarse; luchando entre el instinto de supervivencia que les empujaba a alejarse de aquel lugar calcinado por las llamas y el de lealtad que les conminaba a volver donde estaban los restos de sus dueños.
Cuando la abuela Davinia al fin murió, aquel reloj, ya en mi muñeca, permaneció parado, en silencio. Mamá lo estuvo observando unos minutos como para asegurarse de algo, agarrando mi brazo para acercarlo a sus ojos, y asintió con la cabeza, sin mediar palabra. Todos entendieron. Las plañideras comenzaron su trabajo, el cura se acercó al cuerpo de la abuela Davinia, la vidente, como la conocían todos, extendió los óleos sobre su frente haciendo la señal de la cruz, rezó unas oraciones, y salió de la habitación para dirigirse a la iglesia y ordenar al monaguillo que hiciese tañer a muerto la campana de la torre.
No recuerdo ver llorar a mamá, que se mantenía serena, enlutada, a los pies de la cama de la abuela, hasta que se llevaron su cuerpo al lugar donde ordenó que la sepultaran, a los pies del eucalipto de Adán Cazcaleo, a las afueras de Redención, que fue donde murió la primera vez.
Ella me contó que cuando regresó del otro lado, mientras Redención ardía consumiéndolo todo y a todos, no pudo hacer nada para salvar a nadie, así que yacería en aquel lugar, junto con los demás.
Mamá sólo murió una vez. Cuando exhaló el último aliento de aire, instintivamente, miré el reloj, pero permanecía parado, inmóvil, en mi muñeca, como había estado siempre desde que ella me lo pusiera la primera vez. También hubo mucha gente en casa aquella fría mañana de invierno, igual que cuando la abuela.
La tía Concepción se acercó a mí y «yo cuidaré de ti, no te preocupes», me dijo mientras me besaba la frente. Aquel día no llegué a entenderlo. Pero ahora sí.
Cuando el mundo moderno llegó al pueblo, rodeándolo con sus caminos de asfalto y sus grandes camiones, decidí ir a la universidad. Las mujeres de la familia habían vivido todas en el campo, pero ahora los autobuses me permitirían salir de allí, extender mis horizontes, conocer el color del cielo en otros lugares. La tía Concepción me ayudó a tramitarlo todo, me acompañaba los primeros días a la ciudad suspirando y santiguándose cada vez que nos montábamos en el autobús, y hacía lo mismo cuando regresábamos y pisaba de nuevo el suelo del pueblo.
Recuerdo perfectamente aquella tarde. El verano se había apoderado por fin del tiempo y, en mi tercer año de estudios de la carrera de medicina, volvía al pueblo para pasar las vacaciones. Recuerdo el polvo elevándose desde el suelo cuando posé mis pies al bajar del autobús. Recuerdo el calor del sol en mi rostro. Recuerdo una ligera brisa, cálida, rodeándome. Recuerdo un crujido, un chirrido y el sonido penetrante del claxon de un camión. Recuerdo levantar la mirada hacia aquel ruido y ver aquella mole dirigirse hacia donde yo estaba. Recuerdo perfectamente el rostro desencajado, lívido, del camionero que sudaba en la cabina, haciendo aspavientos, indicándome que me apartara, Recuerdo que todo se fundió en negro de repente… Luego hubo unos instantes de silencio. Un silencio limpio, puro. Y luz. Y, de fondo, como llegando desde algún lugar escondido, un «tic-tac».
Me incorporé sin apenas esfuerzo. Me sacudí, pero no había polvo en mi ropa. Miré el reloj y allí estaba aquel segundero, girando acompasadamente, con su tictac afinado y suave. Detrás de mí el camionero estaba enloquecido, fuera de sí. «¡¡Pobre niña, pobre niña!! Los malditos frenos… Esta curva… Lo siento, lo siento, lo siento…» y lloraba, el camión estrellado contra el muro de una de las casas.
Vi a la tía Concepción acercarse corriendo hacia allí, despeinada, los ojos muy abiertos, los dientes apretados, con el corazón a punto de estallarle… «Estoy bien, tía. Sólo ha sido el susto», quise decirle, pero justo antes de llegar donde yo estaba se detuvo en seco y se agachó. Entonces lo vi… Me vi. Estaba allí, tumbada, al pie de la carretera, inerme, mis libros y apuntes desparramados por todas partes, el camionero sujetándose la cabeza, moviéndose muy rápido a mi alrededor, ido, fuera de sí. La tía Concepción se acercó a mi cuerpo, buscó mi brazo derecho y miró el reloj. Lo acercó a su oído para asegurarse y «metedla en mi casa mientras llega la ambulancia», dijo. Algunos vecinos que habían salido de sus casas al oír el estruendo, ayudaron a llevar mi cuerpo hasta su habitación.
Comenzó a congregarse gente allí, pero la tía Concepción parecía algo más tranquila que el resto. De vez en cuando miraba mi muñeca y mascullaba algo. Yo observaba la escena desde fuera, sin saber qué hacer. Nadie me escuchaba ni me veía.
«Bueno, ¿qué? ¿Qué vas a hacer? Te queda poco tiempo», escuché que alguien me decía desde detrás. Me giré. Era mamá. Estaba hermosa, radiante, con una inmensa sonrisa en su rostro. Detrás de ella, algo más lejos, pude ver a la abuela Davinia, que «…es que los avances no siempre son buenos. Este ansia del mundo por correr cada vez más, por llegar antes a todas partes, no va a traer nada bueno. Cariño, no deberías estar aquí. No todavía. Eres muy joven. Tienes tanto por hacer…, pero te queda poco tiempo. Mira tu reloj», decía. Ella también estaba hermosa, tal y como la recordaba cuando me contaba las historias de sus viajes por todas partes. Miré el reloj. El segundero seguía dando vueltas por la esfera, pero el minutero ya había recorrido 45 minutos. Entonces lo entendí: el tiempo que tenía para decidir si quedarme allí con mi familia, o volver con la tía Concepción.
«¿Y cuánto tiempo me quedaría?», pregunté a mi madre.
«Eso es algo que nunca sabemos, cariño. Simplemente se nos concedió este don de poder volver, una vez. Lo que hagamos con el tiempo extra que se nos regala es cosa nuestra».
«Tienes que saber que va a ser muy duro si decides volver. Ese camión te ha hecho mucho daño, pero tú eres fuerte», me decía la abuela mientras acariciaba mi cabello.
«Quiero acabar la carrera. Ser doctora. Vivir. Ahora ya sé que estáis bien. Ayudaré a la tía Concepción, si puedo volver».
«Si es eso lo que quieres sólo tienes que decirlo. Te queda menos de un minuto. Apúrate o no habrá vuelta atrás».
«Está bien. Quiero volver. ¿Me esperaréis aquí?»
«Estaremos velando por ti, cariño.»
«Os quiero.»
«Y nosotras a ti. Se fuerte y llévate nuestras bendiciones.»
El tictac se detuvo. Hubo silencio de nuevo. Se oscureció todo y comencé a escuchar el ajetreo de gentes en la habitación, la ambulancia acercándose a lo lejos, y sentí el abrazo de la tía Concepción.
«¡Has vuelto, pequeña. Gracias al cielo!» me dijo.
«Hola, tita. Te quiero. He vuelto».






