Al llegar el mediodía, cuando el sol aprieta y las autoridades sanitarias aconsejan no estar bajo el sol del verano, Luis recoge las latas de cerveza y de refrescos. Hace mucho que se construyó un carro con cuatro ruedas viejas de bicicleta y unos hierros para acarrear los arcones de corcho blanco llenos de hielo que usa para tener siempre frescas las bebidas.
Mientras se va, siempre llega algún rezagado, con el bañador mojado y la toalla sobre los hombros, para pedirle unas últimas latas.
Lleva años bajando los quinientos metros que hay desde el aparcamiento de pago hasta aquella playa para sacar unas perras, como él dice, que llevar a su casa, para él y su hija adolescente. Hace tiempo consiguió echar de allí a su mujer; le pegaba. Y trataba muy mal a su hija; su sol, su luna, su estrella, su todo. Él jamás le puso la mano encima, ni sus vecinos le oyeron una palabra por encima de otra hacia ella. Jamás. Él sólo aguantaba, por su Carmela, que aún era pequeña. Ahora viven solos, pero ha logrado pagarle los estudios con sus refrescos y sus chapuzas.
Antes de llegar a la playa había un cuartel de la guardia civil que ahora está en ruinas. Luis creció yendo a aquel cuartel con su padre, que les hacía algunos arreglos a los guardias que estaban allí, medio abandonados por la lejanía del pueblo más cercano. Se llevaba bien con ellos. Cuando decidieron cerrar el cuartel y trasladarlo a otro lugar, Luis entraba de vez en cuando, le habían dejado las llaves, antes de bajar a la playa, y merodeaba por allí, entre las habitaciones, como si fuera el dueño o el vigilante de aquel abandono.
Siempre contaba, a quien quisiera escucharle, que, una vez, se encontró un uniforme de guardia civil allí, colgando de una percha, delante de un espejo roto; y se había puesto detrás de él, como probándoselo, mirando su reflejo. No se atrevió nunca a ponérselo. Y un día ya no estaba, como todo lo que había allí dentro. Ahora el edificio estaba abandonado y medio en ruinas, pero a Luis le gustaba contar aquella historia del uniforme.
…y si hablabas con él el tiempo suficiente como para que se fiase de ti, siempre terminaba su historia diciéndote: «¿sabe usté? A mí me habría gustao ser guardia civí. Yo creo que hubiera sío de los buenos».





