El general

«Señor, ha desaparecido. Redención ha desaparecido completamente».

Lo recordaba como una extraña premonición. Aquella última frase de aquel anciano, desecho y casi desnudo que había entrado en su despacho apenas arrastrándose, famélico, le golpeaba la cabeza como un badajo. «Redención ha desaparecido». ¿Qué querría decir? ¿Qué era Redención? ¿Por qué aquel anciano había ido a morir a su despacho con esa frase en los labios?

Esa noche durmió intranquilo, con pesadillas que le desvelaban. A menudo, en sueños, se le aparecía una mujer vestida de negro, una anciana que ocultaba su rostro bajo un pañuelo que le cubría la cabeza. «Deje en paz a los muertos; no debe molestar su descanso». Le susurraba con su voz rota. Entonces abría los ojos con la sensación de que una presencia le vigilaba desde las sombras que llenaban todos los rincones del dormitorio. Y escondía los brazos bajo las sábanas, intranquilo y receloso.

Al día siguiente se dirigió al cuartel, como cada día. Quería averiguar qué era aquello. Envió a un soldado a investigar todo lo que existiera en los archivos sobre Redención y aquel extraño hombre que había irrumpido la mañana anterior en su despacho como si su último trabajo fuera entregar a alguien aquella última frase: “Redención ha desaparecido…, completamente.” No podía pensar en otra cosa.

A mediodía alguien le dejó sobre la mesa un montón de recortes de periódico y una carpeta del Ministerio del Interior. Los recortes hablaban de un gran incendio que había arrasado un pueblo situado en el interior del país y al que apenas algunos viajeros habían logrado llegar. Tampoco dejaba de ser un misterio que aquella noticia hubiese tenido algún tipo de eco si el lugar era tan inaccesible y desconocido para la mayoría. También hablaban de exploradores y aventureros que habían partido a buscar la tumba de una bruja y que no habían regresado nunca; todos los recortes apuntaban a que entre las desapariciones y la existencia de Redención había un nexo común; pero en ninguno de aquellos informes se decía nada más sobre ello.

La carpeta del Ministerio hablaba de un lugar situado en medio de la nada donde se enviaban presos irredentos durante los años de las revueltas; un lugar que había desaparecido a causa de un incendio…, ochenta años atrás. Había un informe sobre los primeros vuelos a motor utilizados para llevar a los presos a aquel lugar en el centro de un gran vacío, y unas coordenadas que localizaban el sitio exacto. Junto a las coordenadas, una ruta a seguir. Se dirigió a un mapa y trasladó los puntos… Aquel lugar estaba a unos doscientos kilómetros de allí, pero no en medio de un gran páramo. Volvió a mirar los puntos y volvió a marcar sobre el mapa: aquello era la capital y alrededor había polígonos industriales, barrios obreros, suburbios, fábricas,… y todo perfectamente comunicado.

Al día siguiente preparó un avión y entregó las coordenadas y la ruta a los pilotos. Les hizo jurar que no revelarían aquellas coordenadas ni aquella ruta, a lo que accedieron; cualquier piloto sabía exactamente las coordenadas de la capital. «Pero esta ruta es errónea, señor» le dijeron. «Síganla de cualquier manera» había respondido él. A mediodía aún volaban. Una niebla espesa se había cerrado bajo el aparato pero los pilotos no decían nada. Quizás habían perdido la noción del tiempo y del espacio. Quizás la ruta no fuese más que un gran rodeo para desorientar a los presos. Al atardecer se sintió cansado y se durmió.

«No debe molestar a los que descansan» oía a la anciana en su ensoñación, pero siguió durmiendo. En sueños pudo ver una gran mancha negra sobre una porción de terreno en mitad de una planicie infinita; pudo ver a un encapuchado con una guadaña paseándose sobre aquella mancha negra, dirigiéndose hacia un montículo pequeño coronado por un gran eucalipto. Pudo ver la luna llena en un cielo oscuro e impenetrable, y perros aullando alrededor de la mancha…

Entonces sintió una sacudida y despertó sobresaltado. El avión se estaba precipitando contra el suelo. Se abrochó el cinturón de forma mecánica, se acurrucó tras el asiento delantero y, sin saber por qué, esperó el golpe sin apenas sentir desasosiego. Hubo una explosión en la parte delantera, después el avión se arrastró varios cientos de metros sobre un suelo arcilloso y reseco, y se detuvo. Se desabrochó el cinturón, se incorporó y se dirigió a la cabina. Entre llamas pudo ver los cuerpos inermes de los dos tripulantes. Quiso usar la radio para pedir auxilio y comprobó las coordenadas que marcaban su situación exacta: estaba sobre el lugar que habían marcado como destino al principio del vuelo. La radio le devolvió un sonido chirriante y grueso, como una estampida, y segundos después quedó en silencio. Un silencio denso, como helado en el aire. Salió del avión y miró a su alrededor: estaba sobre una vasta llanura que no parecía tener fin; como si hubiese caído justo en el centro del océano.

Sin saber qué hacer comenzó a andar y, a lo lejos, pudo adivinar la silueta quebrada de una aldea… y un gran eucalipto. Estaba aturdido, pero era totalmente consciente de lo que estaba viendo. Sentía calor; un calor sofocante que le empezaba por los pies y ascendía. El sol se estaba ocultando tras el infinito y desdibujaba su silueta mientras iba fundiéndose con las sombras del anochecer. Llegó al pueblo cuando aún la luz del sol estaba agonizando en el cielo, amoratándose. Las gentes entraban en sus casas y cerraban las puertas tras de sí; apenas le miraban. Cuando quiso acercarse a alguien para preguntar por un teléfono, un hombre le señaló una taberna desde la penumbra del zaguán de su casa, sin mediar palabra alguna. Se dirigió hacia allí.

El lugar era oscuro y silencioso; apenas había un par de personas que se marcharon cuando él entró. Sintió sed, pidió un vaso de agua y se sentó en una mesa. Se sentía exhausto, abatido, indefenso. Pudo oír unos pasos que se arrastraban tras él, aproximándose. Una anciana se sentó en su mesa, frente a frente. «Nadie debe molestar a los que descansan; ahora se dará cuenta», le dijo. ¡Era la misma anciana de los sueños! Estaba allí, frente a él, hablándole igual que mientras dormía.

—¿Quién es usted?—, le preguntó. Pudo oír su propia voz caer pesadamente sobre la mesa, como un pedazo de hierro fundido.

—Antes me llamaban Ruth; ahora no soy nadie.

—¿Dónde estoy? ¿Qué lugar es éste?

—Ya falta poco; no debe moverse de aquí; es peligroso estar fuera cuando Él llega.

—¿Él? ¿Quién es «él»?

Pero esa pregunta no obtuvo respuesta. Entonces todo se volvió extrañamente negro, y una sombra atravesó el pueblo, despacio, como un rumor de hojas secas arrastrándose. Sólo pudo distinguir una silueta y el brillo de la hoja de una guadaña que cruzaban la calle.

Por un momento sintió miedo; un miedo que jamás antes había sentido; un miedo que era como un vacío en el pecho; como si el aire se le hubiera helado en los pulmones y no le dejase respirar. La silueta se detuvo entonces y dirigió su mirada hacia donde él estaba. Aquel ser embozado le miraba desde algún lugar que no existía; fue sólo un instante, pero creyó adivinar una mueca de ironía en aquella oscuridad que suponía su rostro. Entonces siguió caminando y salió de su campo visual.

De nuevo sintió sueño, pero apenas notaba su propio cuerpo. Sin darse cuenta comenzó a dormitar sobre la mesa hasta que, al cabo de unas horas volvió a despertarse.

Se dirigió a la puerta de la taberna. Hacía un calor sofocante, y una luna llena enorme y mortecina asomaba amarillenta sobre el gran eucalipto en lo alto del montículo. Hubo una ligera brisa que removió las ramas del árbol de arriba a abajo como un susurro, y entonces vio una gran luz que se levantaba hacia el pueblo y se acercaba, como rodando. Una gran ola de fuego atravesó el eucalipto sin que ninguna de sus hojas experimentara cambio alguno, y siguió avanzando. Rápidamente fue a refugiarse en el interior de la taberna, pero cuando quiso cerrar la puerta descubrió que ninguna casa en aquel lugar la tenía. Se adentró hasta el fondo y se escondió tras la barra. La luz era demasiado brillante para soportarla; incluso con los ojos cerrados podía ver la ola gigantesca a través de sus párpados. Sentía que se quemaba, que la piel se le desgajaba del cuerpo, que los pulmones le ardían desde dentro hacia fuera, el aire hirviendo. Sentía que se consumía rápidamente, que sus extremidades iban fundiéndose hacia adentro, hacia los huesos.

En un último intento desesperado de tomar aire se puso en pie, abrió los ojos e inspiró todo lo profundamente que pudo soportar. Entonces, sobre una de las paredes de la taberna, pudo leer en letras pintadas «Redención», y lo entendió todo.

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