Jirones
Tiempo de lectura:12 min., 34 seg.

IMAGEN: Salem Orchestra (Kamron Coleman)


Ahora ya puedo morir en paz. Y puedo hacerlo porque lloré; lloré aquel día, sin haberlo programado, sin esperarlo. Lloré de verdad, porque antes no sabía qué era eso.

Porque yo escuchaba voces. Voces que me dictaban lo que debía hacer, por el bien de la humanidad, aunque nadie lo entendiese. Ellas seleccionaban, ellas sentenciaban, ellas me animaban a ejecutar.

No había remordimientos; nunca los hubo. Estaba haciendo un servicio a mis paisanos, a mis vecinos, a mis congéneres.

Y siempre encontraba la forma de llevar a cabo lo que mis voces me pedían: una bomba, un accidente, unos frenos rotos, un alimento en mal estado…. Todo sin mancharme las manos. Daba igual que hubiese niños en el coche, o ancianos cerca de la onda expansiva, o inocentes en el restaurante…; sólo eran daños colaterales. Mártires necesarios para expiar las culpas de otros.

¿Cuántos fueron? Ni siquiera lo sé exactamente. Quince, veinte, cuarenta… ¿Qué más da? Mi misión debía ejecutarse, y se ejecutaba.

Y luego dormía a pierna suelta, sabiendo que había cumplido con mi deber. Debía hacer del mundo un lugar mejor, y para ello tenían que desaparecer ciertos individuos. Ese era mi cometido…, y eran mis órdenes. Y las obedecía.

Y mientras no había órdenes seguía con mi vida. Se me daba bien hacer pan, trabajar con las manos. Aquellos montones de harina, sal, levadura y agua, mezclados y amasados por mis manos en sus cantidades adecuadas, se transformaban en perfectas piezas de panadería artesanal que reposaban en carros y bandejas esperando que la levadura hiciese su trabajo antes de entrar en el horno y transformar aquellos trozos de masa fría y viscosa en delicioso pan.

Jamás salió a la venta una pieza que no fuese perfecta de aquellos hornos; con el migajón esponjoso, y la corteza con el brillo y el crujiente exactos. Jamás.

Salvo aquella vez que tuve que contratar a un panadero externo porque tuve un pequeño percance en una mano. No tenía que haber estado manipulando aquellos explosivos sin la protección adecuada, y cuando la mezcla estalló me cercenó una de las falanges del dedo índice, lo cual me impedía amasar adecuadamente.

Estuve leyendo cientos de currículos de panaderos dispuestos a sustituirme mientras me recuperaba, y aquel hombre de mediana edad me pareció el más preparado. Durante un mes pondría en sus manos mi trabajo, mi reputación… mi pan.

Reconozco que trabajaba bien. Era eficiente, rápido, cuidadoso. Mi pan seguía siendo perfecto, casi como cuando lo amasaba yo. Pero una madrugada golpeó una de las bandejas de masa antes de meterla en el horno, y algunas piezas quedaron algo más planas de lo habitual. Fue un error mío. No estuve pendiente y aquella bandeja entró en el horno, y se coció a la temperatura correcta; a la mitad de la cocción abrimos el horno, las rociamos con agua y volvimos a hornear, como se hacía siempre, mecánicamente. Pero seguí sin darme cuenta de aquellas piezas estropeadas.

Cuando el horno hubo acabado su trabajo y se apagó, al sacar aquellas bandejas para contar las vienas, las vi: aquellas cuatro no eran mías; estaban más bajas que el resto. No podíamos sacarlas a la venta a pesar de que eran perfectamente comestibles. Las aparté.

Por la mañana temprano, como cada día, abrimos la panadería. A mediodía fui a buscar aquellas cuatro piezas apartadas de las demás para volver a convertirlas en harina. No estaban.

Cuando le pregunté a mi sustituto me confirmó mi sospecha: habían hecho falta y se las había vendido a una señora mayor que vino a última hora, agobiada. Ni siquiera era una cliente habitual. Discutimos. Hubo gritos, insultos, empujones… Él se marchó diciéndome que no volvería aquella noche para ayudarme con el trabajo. Y yo me quedé masticando mi orgullo. Mi orgullo y mi ira.

Y esa vez no hubo voces. Al menos no las mismas que las de siempre. Aquellas voces eran como mi voz, pero viniendo desde más abajo, desde más lejos, desde más hondo…

Que la policía asociase aquel cadáver conmigo fue bastante sencillo. Algunos vecinos nos habían visto discutir, y mi dedo, aún sin cicatrizar del todo, había decidido dejar una firma con mi sangre sobre su cuello. No es buena idea acabar con alguien destilando odio, porque el odio no te deja pensar con frialdad ni sopesar el mejor momento o la mejor manera de actuar.

Durante la investigación, en principio rutinaria, en el sótano de mi casa  encontraron restos de explosivo. Investigar la composición del explosivo, contrastarla con la de alguna otra explosión en algunos crímenes anteriores, atar cabos y acusarme de todos y cada uno de los muertos que había ido dejando a lo largo de tres años, fue todo uno.

Cadena perpetua. Eso fue lo que la juez sentenció sin un ápice de emoción en su voz. Sabía que no volvería a pisar la calle, pero yo ya había hecho gran parte del trabajo. Fuera habría otras personas que lo continuarían por mí.

Allí dentro seguía oyendo las voces, pero ya apenas les prestaba atención. Durante el día había suficiente ruido como para acallarlas. Paseos por el patio, duchas, comidas, revisiones, peleas… Pero por la noche había silencio. Y ahí seguían, susurrándome sin descanso. Y me tapaba los oídos, pero estaban allí, dentro de mí, y las oía.

Me hicieron ver a un psiquiatra, pero yo no quería hablar con él. ¿Qué iba a saber un loquero de mi vida o de mi misión? Por más estudios que tuviese, jamás entendería nada. No. En los libros sólo se aprenden teorías. La vida real está en la calle, no en unas páginas escritas con palabras extrañas para que suenen a ciertas.

Y luego el cura… ¿qué se habían creído? ¿Acaso iba a solucionar algo una persona que cree en cosas que no existen? ¿Sería capaz de soltarme aquello de que mis voces no eran tales uno que piensa que existe algo que nadie ha demostrado? ¿Qué tipo de dios deja que haya personas como las que yo me vi en la obligación de eliminar? ¿Cómo se atrevía aquel vende humos a decirme que Dios me perdonaría si me arrepentía de verdad? Él era quien tendría que arrepentirse, si existiera, por dejar en nuestras manos el trabajo de acabar con la gente indeseable… Pero él sí siguió viniendo, aunque no a hablar conmigo. Yo lo mantenía alejado. No quería saber nada de alguien que basaba su vida en una mentira, porque yo había estado la mitad de la mía luchando contra los errores de su Dios, y por eso estaba aquí, encerrado.

Y de repente la orquesta. Una mañana de domingo nos sentaron a todos en el patio. Habían levantado una especie de carpa, y puesto un pequeño escenario y muchas sillas. Nos obligaron a estar en completo silencio. Odié aquel acto. Como si no tuviera suficiente silencio por las noches como para que, encima, me obligaran a escuchar mis voces también de día por un maldito concierto.

Cuando todos estuvimos sentados, empezaron a entrar los músicos, en fila, uno detrás de otro, vestidos de negro, con un rumor ligero de pasos acompasados. Hombres, mujeres, jóvenes, mayores… Todos en silencio, con rostros de concentración. Y cuando toda la orquesta y el coro estuvieron en su sitio, entró el director. Un hombrecillo ridículo, delgado, de pelo rizado y negro, enmarañado, vestido también de negro, pero con una chaqueta blanca ceñida. Se puso delante de su atril, se giró, hizo una reverencia mirándonos a todos, se dio la vuelta dándonos la espalda, se inclinó nuevamente hacia sus músicos, levantó la varita que sujetaba con aquellos dedos huesudos y, al bajar su brazo, la música llenó todo el patio.

Aquel hombrecillo ridículo agitaba su cuerpo al compás de la música, se movía febrilmente, con fuerza, con energía y, a la vez, con una suavidad que nunca he sabido explicar.

Y mis voces empezaron a gritar, enojadas; pero conforme las notas de aquella orquesta iban deslizándose sobre el aire, flotando hasta cada uno de los rincones del patio, comenzaron a silenciarse, a susurrar, a desaparecer… Por primera vez en mucho tiempo no había voces en mi cerebro, y mi cuerpo vibraba con todas y cada una de las notas de aquella sinfonía; la Novena Sinfonía. Y aquel hombre ridículo de la chaqueta blanca y movimientos cimbreantes dejó de ser ridículo para ir convirtiéndose en un gigante delante de mis propios ojos. Un gigante que conseguía, con el sólo movimiento de sus manos y su cuerpo, agitar el viento para que crease música.

Y sentí que algo se iba llenando dentro de mí, lentamente. Y me dejé llevar. Cerré los ojos. Y la música iba penetrando en todos y cada uno de mis poros. La notaba subir, llenarme, desde los dedos de los pies, el estómago, los pulmones, la cabeza… y al llegar a mis ojos, la música se desbordó. Y lloré. Lloré como nunca antes había llorado. Lloré por todas y cada una de aquellas personas a las que no conocía y de las que yo mismo había decidido que no eran dignas de vivir. Deseé que estuviesen en aquel patio conmigo, oyendo aquellas notas que me estaban quemando por dentro.

Y entonces cantó el coro, y sentí la necesidad de pedir perdón a los cielos, a los árboles, a la lluvia, al sol, a la luna, a cualquier Dios que pudiese y quisiese escucharme… Pedí perdón mientras las lágrimas resbalaban por mi rostro; y las sentía limpiando todo mi cuerpo de inmundicia, de odio, de rencor. Y se llevaban mis voces con ellas…

Y acabó el concierto y me quedé sentado unos instantes, exhausto pero liberado. La música se había llevado en sus brazos toda mi podredumbre y volví a mirar a aquel hombrecillo de la chaqueta blanca, saludando, mientras los presos aplaudían entusiasmados. Y él sonreía, con una sonrisa inmensa, limpia, inclinándose levemente sobre sus piernas, en muestra de respeto y agradecimiento hacia nosotros. Respeto y agradecimiento. Hacia nosotros.

Después de los aplausos, los músicos, disciplinadamente, recogieron sus instrumentos y fueron saliendo poco a poco. Algunos presos se les acercaban y los abrazaban, o apretaban sus manos dándoles las gracias. El hombrecillo de la chaqueta blanca, como al principio, se fue el último, detrás de todos sus músicos y su coro. Sonreía. Sonreía y saludaba. Y su sonrisa era luminosa, fresca, sincera.

Yo seguía en mi asiento, sentado, sin poder reaccionar. Lo miraba alejarse. Entonces, durante un instante fugaz, sus ojos se encontraron con los míos y su sonrisa se congeló junto a mis lágrimas. Lo vi cerrar los ojos y llevar su mano derecha hasta el corazón mientras volvía a mirarme. Luego siguió alejándose, sonriendo de nuevo. Aquel hombrecillo enjuto, de desmadejado pelo negro, me había dado el abrazo más profundo que jamás nadie me había dado en mi vida, y se llevó con él todas mis voces, todo mi odio, todos mis temores…

Ahora, muchas décadas después de aquello, sigo durmiendo tranquilo, sin voces en mi cabeza. He aceptado mi culpa y la penitencia que debo pagar por ella. Ahora oigo música; aquella música: la Novena Sinfonía de Beethoven, y departo amigablemente con el psiquiatra y con el cura.

Ahora ya no me da miedo morir, porque lloré. Lloré de verdad, aquel día.

7 comentarios en “

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