La calle

Aquella noche había llegado a la conclusión de que no le quedaba nada por hacer, así que decidió morirse.

Siempre creyó que sabría elegir el momento oportuno y aquél se lo pareció.

El velatorio fue bastante sobrio; apenas alguna vecina se acercó para no dejar el cadáver solo o para que su conciencia escrupulosa no molestase por la noche. Parecía no tener amigos, ni familia, ni conocidos. Nadie se ocupó del entierro, y nunca se supo quién se encargó de llevar el féretro hasta un frío y solitario nicho sin identificación.

Ella nunca pensaba en el futuro; no podía. Ni siquiera era consciente de tener pasado. Tenía que vivir el momento y olvidarlo en cuanto se hubiese ido. Era el precio que pagaba por trabajar en la calle; por trabajar la calle.

No sabía cómo había llegado a una situación tan humillante, pero estaba segura de que lo hacía por necesidad; por una rigorosísima necesidad.

Para ella la palabra amor era un lujo innecesario y superfluo. Nunca se había enamorado. Lo único que sabía de los hombres era que siempre estaban en celo, y que en sus reducidos cerebros siempre había una mujer desnuda dispuesta a satisfacerles cualquier capricho por depravado que fuera; y además estaban dispuestos a pagar para sentirse superiores a alguna mujer, al menos durante un rato. Y también estaba su chulo: el hombre que la había metido en aquello y que la vigilaba como a una vulgar delincuente mientras estaba en la calle. Ella creía que le estaba obligada de alguna manera porque aquel ser le proporcionaba un techo y una cama vacía para descansar. La protegía, a cambio de su… dignidad. Pero ella no podía permitirse tener dignidad; éso era lo que él le decía. Tenía que trabajar para pagar la comida y el techo y la cama.

Cuando, al amanecer, llegaba a casa, ni siquiera era capaz de mirarse en el espejo. Su imagen le aterrorizaba; era como ver su propio cadáver mirándola desde el fondo de unos ojos vidriados. No podía soportar la sinceridad de aquel cristal delator. Y cuando se acostaba, enseguida aparecía Morfeo desde las sombras y se acurrucaba junto a ella bajo las sábanas, como todos los demás, profanando su piel y cada rincón de su cuerpo.

Sólo una vez sintió algo parecido a la ternura por un hombre. Por unos instantes reunió el valor suficiente como para pensar abandonar aquel trabajo y dedicarse a ella misma. Porque aquella noche un hombre joven la trató realmente como a una persona. Ella sólo le pidió un cigarro cuando pasó por su lado, como tantos otros, casi sin mirarla. Le contestó que no tenía, y desapareció. Al cabo de un rato volvió a aparecer con un cigarro en la mano y se lo ofreció.

– Tenía que pasar de nuevo por aquí…- fue la única explicación que aquel chico le dio. Ella se lo agradeció y, mecánicamente, le ofreció sus servicios, pero él no aceptó. Mientras hablaba con ella la miraba a los ojos, sonriendo. Y sus negativas eran suaves, como si pidiera disculpas por no ser como todos. Después desapareció por donde había venido, despacio, mientras ella volvía a la realidad; a sus tacones puntiagudos y sus contoneos cadenciosos.

Aquel era el único recuerdo que se permitía. A menudo había soñado que alguien le ofrecía un cigarrillo y la sacaba de aquella maldita calle que recorría cada noche arriba y abajo. Pero nunca más supo de aquel recuerdo que se alejó hacia, quizás, otra noche como la suya.

Cuando se hizo demasiado mayor como para atraer machos en celo se retiró. Nadie preguntó por ella a pesar de haber pasado la mayor parte de su vida en las mismas calles; nadie la echaba de menos. Su «protector» la había sustituído por una chica más joven así que tuvo que marcharse a un piso alquilado en la zona más degradada de la ciudad. Ni siquiera tenía dinero para poner todas las bombillas de la casa; sólo el salón y el cuarto de aseo gozaban de ese privilegio. Sus vecinos apenas la miraban, porque no era digna de vivir en un lugar decente.

El resto de su vida lo pasó con los ojos clavados en el suelo. Apenas se atrevía a mirar las paredes de su casa; estaba acostumbrada a no buscar detalles que pudiesen hacer una muesca en su alma, y ni siquiera recordaba aquel deseo suyo de vivir para sí misma. El mundo se le había hecho demasiado grande para eso y ella lo había reducido hasta la mínima expresión para sentirse segura. Y cada noche sentía las sábanas de su cama como la caricia que el mundo le había robado; como esa caricia que la vida le había negado siempre.

…Y aquella noche, por fin, había llegado a la conclusión de que no le quedaba nada por hacer, así que decidió morirse.

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