Jirones
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Nada que escribir.

Así llevaba semanas, a pesar de intentarlo de todas las maneras posibles.

Había hecho listas de palabras, de miedos, de objetos, de cosas que le molestaban, de cosas que le alegraban, de sentimientos… Había intentado sentarse a escribir lo primero que se le pasara por la cabeza, anotar la primera frase que escuchase en la calle y seguir a partir de ahí, elegir palabras al azar del diccionario y relacionarlas, copiar algún párrafo de cualquier libro y cambiarle los protagonistas y el lugar, empezar con el título de alguna canción, leer esquelas y noticias en los periódicos… Nada. Estaba seco. Las musas estaban de vacaciones y no pasaban por su despacho, ni siquiera de visita.

Paseaba. Paseaba mucho. En silencio, escuchando música, por parques, por calles solitarias, por el centro de la ciudad… Incluso llegó a emborracharse una noche pero, aparte de la resaca del día siguiente, no consiguió escribir ni una sola línea.

Se compró plumas estilográficas nuevas, libretas, cuadernos, blocs, y se sentaba delante de ellos, como intentando obligarles a que le contaran algo. Pero no le contaban nada.

Semanas, meses. Nada.

Leía. Leía mucho. De todo. A todas horas. Libros de autoayuda, novelas, ensayos, poesía, cómics, periódicos, revistas, folletos informativos y publicitarios…

Pero las musas habían perdido el GPS de vuelta a casa.

Decidió abandonar. Alejarse de aquello. No podía perder el tiempo buscando algo que definitivamente había perdido.

Y se volcó en su trabajo. Su otro trabajo. El que no le llenaba.

Empezó a poner más atención en lo que hacía, a mirar a los ojos a la gente que tenía enfrente, a empatizar con sus problemas, a tratar de entenderlos… Consiguió que le importase hacer bien su labor para poder ayudar mejor a los demás.

Y la conoció a ella. Y se enamoró. Y comenzó a salir de sí para que ella pudiese ocupar un sitio. Y todo comenzó a ser más luminoso, más brillante, más alegre…, más real.

Y le contó su abandono por falta de inspiración. Y ella le animó a que lo intentase de nuevo. A que recargase sus plumas y desempolvase sus cuadernos y blocs. A que se sintiese, de nuevo, cómodo, no obligado por las historias. Que las dejase fluir si fluían, pero que no luchase contra ellas. Que, si un río corre, por más matorrales y zarzas que se acumulen en las orillas, siempre seguirá teniendo un poderoso caudal lleno de peces y vida; sólo hay que buscar el camino para acceder a sus pozas frescas y límpidas.

Y de nuevo se sentó ante una hoja en blanco, cogió la pluma con la que más cómodo se sentía y la apoyó sobre aquel silencio de papel. Dibujó un par de trazos, pero sólo consiguió marcar la superficie; la tinta estaba seca.

Intentó asegurarse de que no estuviese obstruida la punta de la pluma garabateando el folio en blanco, pero continuaba dejando surcos por donde presionaba sin dejar huellas de tinta tras su paso. El papel se iba marcando como se marca la espalda de un reo condenado a azotes; pero de esas marcas ni siquiera manaba sangre.

Abrió la pluma y confirmó que estaba vacía, sin tinta. El cartucho estaba seco. Lo quitó y fue a por otro, pero antes decidió llenar un pequeño cuenco de agua, desenroscar la punta de la pluma y sumergirla allí para limpiarla.

Y una vez sumergida, inmediatamente, la tinta que había quedado allí seca, se soltó y empezó a fluir, bajo el agua, dibujando figuras que aparecían como una niebla; una niebla líquida.

Se asomó al cuenco. Allí estaban sus historias, emergiendo desde la punta de la pluma sumergida en agua, como nubes suaves de color negruzco dibujando formas que aparecían, se estiraban y desaparecían lentamente para dejar aparecer otras.

Allí vio dragones, valles inmensos de fresca hierba con lugareños amistosos que se saludaban sombrero en mano, doncellas dulces de pelo ensortijado que se convertían en guerreras poderosas cabalgando lobos, nubes arrojando sombras sobre ciudades fantasma, olas de un mar embravecido tratando de engullir barcos piratas, chicos huyendo de la carpa de una bruja, abuelos convertidos en superhéroes, fines del mundo, invasiones extraterrestres viniendo a rescatarnos de una hecatombe planetaria…

Sus musas habían vuelto… O tal vez, pensó, siempre las había tenido cerca pero no había sabido cómo convocarlas. Y ella le había hecho dar el paso, le había indicado el camino. Ella, que le dijo que lo intentara de nuevo, por amor, no por obligación.

¿Y si su musa era ella? ¿Y si ella era quien las había vuelto a convocar?

Por si acaso, mantenía en su escritorio un cuenco con agua limpia y sus plumas ordenadas y pulcras.

Cuando alguien se lo hacía notar, él, simplemente, sonreía.

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